"La Cantata,
la post dictadura y alguna consideración"
Entre la generación de los 60` y
70` que caracterizó a una época por su concepción del mundo, su lucha y su
actividad política y cultural y las dos generaciones que la sucedieron,
prevaleció durante mucho tiempo una distancia mucho mayor a la que los separaba
en años, realidades y experiencia. Había, y hasta un punto todavía hay, un
abismo separándolas que sólo se explica por lo que sucedió durante la dictadura
militar, su accionar entre los años 76` y 83` y por el proceso neoliberal que
la siguió. La derrota que el campo popular sufrió y el particular modo de
represión que se desató sobre él, en su modalidad desaparecedora, dejó, en la
política como en el ámbito de la cultura popular, vacíos consistentes que colaboraron
en agrandar la distancia entre la generación militante y las siguientes, siendo
esto una grave interrupción en la historia de la sociedad y su trasvasamiento.
Toda sociedad, en cada uno de sus ámbitos, es un entramado de relaciones y las
generaciones de posdictadura fueron arrojadas a una realidad desvinculada de su
pasado, tanto político como cultural. Los discursos del fin de la historia,
promovidos por el neoliberalismo, buscaban crear una atmósfera desprovista de
tensiones y contradicciones. Sumado al sentimiento de orfandad generacional
provocado por el desmantelamiento y derrota de la generación paterna estaba el
yermo panorama cultural que se ofrecía, a primera vista, como una instancia sin
pasado ni futuro por donde ya no pasaba la historia.
La mayoría de los jóvenes que
hubieron de dedicarse a la actividad artística en la posdictadura no sintieron,
durante mucho tiempo, que pertenecieran a una historia que los preexistiera y
en cambio si padecieron un inconfesado desamparo. Esa porción de tiempo
silenciada generaba la sensación de estar en un país que no tenía un ayer ni
referentes inmediatos. Esto, claramente, no porque no los hubiera sino porque
habían sido arrancados de lo que se ofrecía como cultura, habían sido muertos,
exiliados, desaparecidos y el acervo político y cultural perseguido y
escarmentado. Incluso concluida la dictadura militar la permanencia de muchas
obras, trayectorias y hechos no fue sino en condiciones subterráneas. Este fue
el destino de la Cantata del Gallo Cantor en la Argentina. La cultura oficial
de la época de posdictadura elaboró discursos que pretendieron clausurar el
asunto de los 60/ 70 y siempre mediante una negación de la realidad profunda de
la época que desdibujaba la figura de la juventud que perteneció a esa
generación que, por su actividad febril y comprometida, empaparon el imaginario
de toda la época.
Los sucesos de Trelew fueron,
hasta ser opacados por lo que se inició en el 76, un doble símbolo de
resistencia y lucha y también de lo que era capaz el gobierno de Lanusse para
detener toda actividad resistente a sus políticas.
Alrededor de los fusilados en la
base Almirante Zar se catalizó y concentró la actividad política de una
juventud enfurecida y se precipitaron los hechos que llevaron al llamado a
elecciones y a la denominada primavera camporista, breve estación que supone el
clímax de la movilización política y cultural. Luego comenzaría el descenso al
terror de la dictadura y a ese vallado de sangre y silencio entre las
generaciones, cuyas consecuencias solo parecen menos terribles que el costo en
vidas humanas y destrucción del país, pero cuyo alcance y daño se puede
verificar fácilmente en ese paisaje desolado, frío y rayano en lo muerto que
supuso a la juventud que lo fue en los 80 y 90, inconscientemente aterrada,
plagado su espíritu de las cicatrices de sus padres.
La Cantata del Gallo Cantor, que
corrió la suerte de sus autores, fuera del país que es el escenario de sus
personajes y consignas, capta ese espíritu, ese momento y el ademán de esa
generación en esa encrucijada y, como una obra que además de poseer
connotaciones políticas es un hecho de arte perfecto en su género, logra hacer
trascender ese gesto e independizarlo de su coyuntura política y es capaz de
mostrárnoslo fresco y fiel aún. De la Cantata, que se inscribe en la tradición
de “Atawallpa”, de la “Cantata Santa María de Iquique” e igual que en ellas, se
puede deducir un mundo, sus utopías y distopías, lo que de sin tiempo hay en
ciertas cosas que son muy de su tiempo.
En comparación con otras
creaciones que se dan en momentos de grandes crisis o transiciones, que surgen
por la necesidad de dar una respuesta urgente a algo apremiante, La Cantata del
Gallo Cantor da muestras de una realización muy madura. Todos los elementos y
recursos están dispuestos con una armonía particular, algo brutal, sin que ello
reste ni frescura ni visceralidad. La música es la personificación perfecta del
sentido más profundo del texto. En él, una serie de voces y personajes están
dispuestos a lo largo de la Cantata, todos atravesados por el viento de aquél
entonces. El conjunto de lo que se narra, que no es una historia sino un
paisaje a coro, da cuenta de un uso intuitivo del recurso de collage recordando
en este sentido a “La tierra baldía” de Elliot en tanto referencia a un solo
tema desde distintas perspectivas y personajes. Con todo, se salva de ser una
obra desesperanzada por el tono de interpelación constante que tiene, sumándole
al recurso del que la posmodernidad ha hecho uso y abuso, un acento brechtiano
que es de donde proviene su frescura. Toda la estética de las décadas del
sesenta y setenta se ve reflejada en la cantata. En los veinte minutos que dura
hay, a veces inadvertidamente, osadías rítmicas y frases melódicas que
concentran una fuerza extraordinaria. Abundan distintos climas tanto oscuros
como coléricos o esperanzados. Hay usos de distintos registros, por ejemplo el
uso de la voz testimonial en la carta de la detenida, la crítica al no
compromiso y a la cultura que se desentendía de la realidad de entonces;
crítica a una manera de entender la cultura, representada en “La pulpera de
Santa Lucía”, en Glorias. El mosaico gigantesco de “Cambios”, que va desde una
milonga cuyo texto de gravedad quevediana advierte a los hombres orgullosos de
lo mudable de la existencia aunque eso no alcance para renunciar a la justicia
en vida y que luego va de allí a la tácita tristeza de un obrero que luego
inunda toda una ciudad y después son las lágrimas de la mujer de ese obrero
torturado y la de todos los presos no políticos de un penal para volver, con
mayor intensidad a insistir en el hambre de justicia. Cito, sin agotar los
temas que se pueden desarrollar de esta obra, la estructura circular de la
obra, que hacia el fin reformula su inicio, pero ya con toda seguridad, en el
verso del que proviene el título de la obra “Nada detiene al gallo cantor”.
Porque al fin, aunque la obra atraviesa la noche de la dictadura, el horror, y
navega por la sangre de los fusilados en Trelew, que para nosotros hoy es la de
muchos más, tiene un elemento que, por si no bastaran los otros, la hace digna
de esa generación y también de nuestro hoy. Ese elemento es la fe, elemento sin
el cual ninguna obra merece trascender. La fe de que la noche debe terminar y
que sobre ella se alza el día que anuncia el gallo cantor. La fe fue también el
don supremo de esa generación.
La compañía La Lija, como parte
de una de las generaciones de posdictadura que atraviesa ya un tiempo en el que
la masacre de Trelew y el terrorismo de estado están siendo sentados en el
banquillo, se acercó a la Cantata del Gallo Cantor valorándola en esta doble
acepción, la de una obra mayor y la de potencial símbolo a ser erigido de esa
generación cuya verdad e imagen última intentaron borrar de la historia y negar
como herencia para nosotros. Y también porque ella nos devuelve la imagen del
rostro perdido de nuestros padres. Es un acto de justicia para con ella y para
con nuestro pasado nacional repatriarla a la sensibilidad argentina de la mano
de sus autores y, va de suyo, un honor para nosotros.
La
Lija
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